Luego de la ominosa derrota en Malvinas, el país (Argentina) se preparó para una nueva etapa política y social. A medida que se fueron conociendo los detalles de la debacle militar (robo de donaciones, torturas a soldados, tropas de conscriptos sin preparación, logística inexistente, etc.), fue creciendo la indignación popular. El fin estaba cerca, y era sobre todo irreversible. El movimiento de rock, consciente de la situación, se balanceaba entre el ingreso irrestricto a los medios y la crítica abierta a un régimen sangriento que agonizaba, y trataba de negociar el tema de los asesinatos y desapariciones. Además, ya se hacía sentir el empuje del pop rock que dominaría la década.
En medio de todo esto, aparece un personaje: Carlos Rodríguez Ares. Un día recibo una invitación de su secretaria (!!) para un almuerzo en Michelangelo. El lugar era un selecto boliche tanguero, un templo, la meca de la noche porteña que ocupaba un edificio histórico, asentado en antiguos terrenos de la Orden de Santo Domingo, con un túnel que da cuenta de la actividad del contrabando y la esclavitud en el siglo XIX.
Ahí llegamos con un periodista de música del diario Clarín -oh, casualidad había sido profesor mío-. Ares, con un look de empresario, comentó que su familia era propietaria del lugar, pero lo suyo era el rock, y se confesó fan total de Elvis. Quería lanzar una productora y tenía algunos grupos en vista. Pegamos onda desde el primer minuto, y desde ahí Carlos se transformó en un amigo con el que compartí infinidad de encuentros de tono familiar y siempre con música. Vivía en una faraónica mansión en las afueras de Buenos Aires, que pronto se convirtió en un aguantadero de músicos, con largas trasnoches viendo películas en video con Federico Moura, Michel Peyronel, Pappo y una lista interminable de invitados.
Ares estaba completamente convencido de que se venía algo nuevo, diferente. Y él quería estar ahí, así que en noviembre de 1982 presentó al grupo Los Helicópteros, banda absolutamente pop, en el aristocrático palacio San Souci. En esa inusual presentación para la época, con muchos invitados especiales estaba Federico Moura. El cantante y líder de Virus quedó fascinado y le propuso trabajar con él. Ares negoció con el productor Daniel Grinbank el cambio de agencia y Virus estaba listo para una nueva etapa y un nuevo álbum, el segundo de su carrera, luego de la edición de «Wadu Wadu» en 1981.
Durante una de aquellas noches, mientras nuestras mujeres preparaban la cena y jugaban con nuestra pequeña hija Florencia, y nosotros escuchábamos un álbum de los Stray Cats, banda de rockabilly favorita de Ares, me comenta que luego de un show de Los Helicópteros, un pibe le alcanzó un casete de un grupo nuevo. “Escuchalo con el walkman, es un demo y así lo vas a escuchar mejor», dijo mientras apagaba el equipo de audio. Sonaban como la parte más punk de The Police, la banda que habíamos visto aquí en 1980. Sorprendente, canciones cortas, aceleradísimas, sin grandes solos, letras raras, distintas y un ritmo “¿Cómo se llaman?”, pregunto, “No tienen nombre aún, es un trío, son un diamante en bruto, ¿no te parece?».
Ares fue a ver un show del trío con los hermanos Moura, y reconoció al pibe que le dio el casete, era el baterista. Cuando Soda Stereo terminó su adrenalínico set, todos se quedaron fascinados. Ares quería mostrarlos y tuvo una idea brillante: alquiló Marabú, una rancia tanguería del centro porteño, y organizó un ciclo de bailes de carnavales. En esa época todavía se usaba esa modalidad, los conciertos de Queen en Buenos Aires en 1981 fueron lanzados como shows de carnavales. En principio fueron seis fechas: 2, 3, 9, 10, 16 y 17 de marzo de 1984, el cartel rezaba Abuelos de La Nada, Virus, y Los Twist y en todas las fechas, como grupo invitado Soda Stereo. Los shows fueron un éxito total y marcaron un antes y un después en la música moderna argentina. Nada podía detenerlos, esos raros peinados nuevos hicieron una revolución. Pero eso es otra historia.